Sunday, May 02, 2010

Cuatro de Cinco - l

CUATRO DE CINCO
Por: Paco Espinoza


“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”
Con la frente marchita de Joaquín Sabina



I

No me sirve del todo la nariz. Nunca aprendí a usarla para oler. Identifico los sabores en mi paladar al comer, pero no en mi nariz al tratar de olfatearlos. De niño me ofuscaba escuchar a mis hermanos o a mis padres comentando lo bien que olía la comida. Les preguntaba a que olía y me decían que al mismo sabor que tenían.

¡ Ah carajo ¡ pero ¿ cómo saborear algo si no es con la boca?

Me preguntaba por ejemplo del limón, que dicen que huele tan bien, pero es ácido ¿por qué nadie arruga su cara al olerlo? No ubico a los alimentos en su hervor. Se puede decir que las carnes al ser cocinadas o la frutas al ser cortadas se evaporan y liberan sus almas, vagan en la atmósfera visibles para todos, menos para mí.

¿Y cómo saboreo aquello que no puedo comer?

Las rosas que usan para demostrar amor o para aromatizar un cuarto, para mi es solo un adorno, como una fotografía en la pared o una cerámica de tocador. ¿Qué hay en sus pétalos que enternece a quien la huele después de recibirlas?

Y la tierra mojada que anuncia la lluvia, que para mi es sólo un aire fresco y humedad en el ambiente, para mis hermanos es la señal inminente del aguacero, y no necesitan escuchar truenos o ver la lluvia caer o sentir las gotas en su piel.
No sé si tengo privado tal placer, o es algo que simplemente nunca aprendí a hacer.

Cuando visitaba a mi abuela, paseaba con ella en su jardín y me presentaba a cada una de sus flores, me restregaba en la cara la albahaca, la ruda o el orégano - ¿Pero cómo que no las hueles? – se preguntaba, y ahí estoy, como en la limpia de algún curandero. Siempre le parecía raro, pues me comentaba que de más chico nunca me había enfermado de gripa, ni mucho menos había sufrido se sinusitis.

¡Ah!, pero pobre de mí por tener este don. Me tocaban siempre las tareas más asquerosas del rancho. Que una cosa es no oler y otra no ver horrores tan nauseabundos. Todos me elegían para la faena del chiquero. Un coscorrón y ¡Órale!, a limpiar aquello que mi madre no soportaba ni al oírlo mentar, que importa que hubieran sido mis hermanos los culpables. Ellos siempre encontraban la manera de hacerme desatinar y más cuando nos fuimos a vivir a la ciudad. Estando en la secundaria había ocasiones que salía mi madre muy temprano, y uno de flojonazo no le daba el uniforme para ser planchado. Y ordenado que es uno con su ropa, tenía una montaña de trapos donde era imposible saber cual era la limpia y cual era la sucia. Mis hermanos fácilmente olían aquella que encontraban recién traída del tendedero, yo les tenía que pedir ayuda para que dijeran como estaba la que había tomado. Ellos indiferentes la olían y me indicaban que estaba limpia.

Y ahí voy de camino a la escuela. Pasaba entre las niñas y hacían caras feas... me ponía nervioso... los amigos se quedaban extrañados al acercarme a ellos, y los grandulones me daban sapes diciéndome:

¡Apestoso!

¡Ya báñate!

¿Qué no conoces el agua?



Y regresaba a la casa, regañado por algún maestro. Mis hermanos se carcajeaban cuando le comentaba a mi madre, quien sólo hacía un coraje y me ordenaba de la manera mas marcial posible que me quitara la ropa y la pusiera en el lavadero.

¡Esos méndigos!

Pero eso si, no taparan el retrete con sus descargas propias de un dompe porque me pedían que me encargara de destaparlo. Y ya para esos tiempos era regla que quien la hacia la pagaba... era algo asqueroso para ellos, pero gracias a eso me pasaban a deber un favor que sabría muy bien cuando referirles.

Sí, pude crecer sin depender de mi nariz más que para respirar.

(continuará)


Cuento publicado en la revista Yuku Jeeka #53 / Cd. Obregón, Sonora / Diciembre 2008

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